Capítulo 76
La tela del vestido de Inés crujió bajo las manos violentas de Gustavo. El sonido de la bofetada resonó en el espacio vacío de la fábrica, seguido por el zumbido del silencio. Inés apenas podía procesar la transformación del hombre frente a ella, sus ojos ardiendo con una mezcla de incredulidad y terror mientras él cubría su boca con cinta adhesiva negra.
El flash de la cámara del celular la hizo parpadear. Su mente giraba frenéticamente: ¿Por qué enviárselas a Lydia? ¿A Lydia, que probablemente celebraría su muerte? ¿Qué sentido tenía
todo esto?
Como si leyera sus pensamientos, Gustavo sonrió. Una sonrisa que no alcanzaba sus ojos
febrilmente brillantes.
“¿Te lo preguntas, verdad?” Su voz era suave, casi gentil, contrastando grotescamente con sus acciones. “Es simple: para torturarla. Primero verá estas fotos, y mañana…” Se inclinó, su aliento caliente contra su mejilla. “Mañana haré que Dante te intercambie por ella. ¿Te imaginas lo que pensará de él?”
Los últimos días habían desgarrado la cordura de Gustavo pedazo a pedazo. Por un lado, la implacable persecución de Dante; por otro, la presión asfixiante de sus acreedores. Ambos círculos cerrándose como buitres sobre su cabeza.
Al principio, todo parecía perfecto: las joyas que Dante regalaba a Lydia cubrirían sus deudas de juego. Era el asistente del todopoderoso Dante Márquez, intocable, reverenciado, prácticamente realeza por asociación.
Ahora era un perro apaleado, abandonado en el arroyo.
Sus acreedores, antes complacientes, ahora mostraban sus colmillos. No era estúpido; reconocía la mano de Dante detrás de este súbito cambio. “¿Quieres empujarme al abismo,
Dante? Bien, pero no me iré solo.”
Con dedos temblorosos, arrancó la cinta de la boca de Inés.
“Gustavo…” Su voz salió quebrada, desesperada. “Cooperaré contigo. También quiero ver a Lydia destruida. Fuiste mi protegido, ¿recuerdas? Siempre confié en ti.”
Inés había visto la locura bailando en sus ojos. Lo que comenzó como una conspiración compartida se había transformado en algo monstruoso, y ella era ahora solo un peón en el juego retorcido de Gustavo. Su única esperanza era apelar a su pasado común, al “favor de su patrocinio“.
Gustavo acarició su mejilla con una ternura que hizo que su piel se erizara.
“Mi dulce Inés…” murmuró. “Nunca olvidaré tu bondad. ¿Sabes? La primera vez que te vi, pensé que eras un ángel descendido del cielo. Mi diosa personal. Durante todos estos años, te he amado en silencio.”
El recuerdo flotó entre ellos: un niño de las montañas, donde escapar de la pobreza era un
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sueño imposible. Y entonces, como un cuento de hadas retorcido, llegó ella, una princesa moderna en su decimosegundo cumpleaños, buscando hacer una “buena acción”
patrocinando a un niño pobre.
Eligió a Gustavo instantáneamente.
Esa elección había transformado su vida. Él se había esforzado obsesivamente, convirtiendo esa única oportunidad en su boleto de salida de las montañas. Para él, Inés siempre sería su flor de loto, pura e inalcanzable.
El corazón de Inés latía desbocado. ¿Que si sabía del amor de Gustavo? Por supuesto que lo sabía. Lo veía en cada mirada ardiente, en cada gesto servil. Pero ¿cómo podría ella, obsesionada con Dante, considerar siquiera a alguien como Gustavo? Él había sido útil, una marioneta movida por los hilos de su afecto y gratitud.
Pero ahora los hilos se habían enredado, la marioneta se había revelado contra su titiritera.
Antes de que pudiera reaccionar, Gustavo sujetó su barbilla con fuerza y aplastó sus labios contra los de ella en un beso violento, desesperado.
“Inés,” susurró contra su boca, “te amo.”
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