Capítulo 35
La mano de Dante se cerró alrededor de la muñeca de Lydia con una firmeza que rozaba lo posesivo mientras la guiaba hacia su oficina. El tacto de sus dedos, aunque gentil, le transmitía una urgencia que la hizo estremecer. Detrás de ellos, los tacones de Inés resonaban contra el piso de mármol como un recordatorio constante de su presencia.
Justo cuando estaban por cruzar el umbral, la pesada puerta de caoba se cerró con un golpe seco que resonó por todo el pasillo. El rostro de Inés, que ya de por sí era pálido, perdió todo color hasta parecer casi traslúcido. Su delgado cuerpo se tambaleó ligeramente mientras sus ojos, grandes y asustados, buscaban instintivamente a Selena.
La asistente observaba la escena con una mezcla de confusión y preocupación. Algo no cuadraba. Durante años, Dante había mantenido una línea clara entre su vida personal y profesional, negándose rotundamente a que Lydia pusiera un pie en la empresa. ¿Por qué ahora? Primero el despido repentino de Gustavo, y ahora esto. La conexión con Lydia era demasiado evidente para ignorarla.
“¡Espera, Inés todavía no ha entrado!” Lydia se abalanzó hacia la puerta, sus dedos rozando el picaporte. La ironía de la situación no se le escapaba. Tiempo atrás, hubiera dado cualquier cosa por tener un momento a solas con Dante, lejos de la constante sombra de Inés. Ahora, la idea de estar a solas con él le provocaba una ansiedad que le apretaba el pecho.
Pero Dante tenía otros planes. Con un movimiento fluido, atrapó su muñeca y la alejó de la puerta, guiándola, casi arrastrándola, hacia el sofá de cuero negro. En cuestión de segundos, se encontró atrapada entre sus brazos, envuelta en ese aroma tan característico suyo, una mezcla de sándalo y algo indefinible que siempre la había mareado. Podía sentir los latidos de su corazón, tranquilos y constantes, en cruel contraste con los suyos, que golpeaban contra sus costillas como un pájaro enjaulado.
Su rostro, perfectamente cincelado como el de una estatua griega, permanecía a escasos centímetros del suyo. Sus ojos, profundos y oscuros como pozos sin fondo, la estudiaban con una intensidad que amenazaba con consumirla.
“¿Por qué crees que despedí a Gustavo?” Su voz aterciopelada rompió el silencio.
Lydia se encogió de hombros, intentando mantener una fachada de indiferencia. “Supongo que mi don del infortunio hizo su trabajo. Descubriste su traición, ¿no?”
“Lo hice por ti.”
Esas cuatro palabras cayeron como piedras en el estanque de su aparente calma. Lydia frunció el ceño, colocando una mano sobre el pecho de Dante para crear distancia entre ellos. El calor que emanaba de su cuerpo a través de la camisa de diseñador le quemaba la palma.
“Dante, por favor,” su voz salió más tensa de lo que pretendía, “tus decisiones empresariales son tuyas. No me metas en esto.”
La mirada de Dante no vaciló. “Me enteré ayer de cómo te había tratado. De su falta de
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respeto.”
El significado detrás de sus palabras golpeó a Lydia como una bofetada. Una risa amarga amenazó con escapar de su garganta. “¿Te has vuelto loco?”
El silencio de Dante fue su única respuesta.
“Antes no dabas explicaciones,” continuó ella, la frustración tiñendo cada palabra. “No te importaba. ¿Por qué ahora? ¿Qué esperas que sienta? ¿Gratitud? ¿Conmoción? ¡Es ridículo!”
La máscara de impasibilidad de Dante se agrietó por un momento, dejando entrever un destello de algo que podría ser remordimiento. Su mano se elevó para acariciar la mejilla de Lydia con una ternura que ella no recordaba haber sentido antes.
“Lo de la fiesta de compromiso… fue mi error,” su voz se suavizó hasta convertirse en un murmullo seductor. “No lo pensé bien. ¿Podrías perdonarme?”
Lydia sintió cómo su corazón se retorcía dolorosamente en su pecho. Siete años. Siete años esperando escuchar algo así de sus labios, y ahora que finalmente sucedía, el sabor era más amargo que dulce.
“Dante…” exhaló suavemente, “te perdono por lo de la fiesta. Pero esto…” hizo un gesto vago entre ellos, “ya terminó. ¿No sería mejor dejarlo así? Con dignidad.”
El dedo índice de Dante se posó sobre sus labios, silenciándola. Con su otra mano, tomó la de ella y la llevó hacia sus labios, depositando un beso tan suave como el aleteo de una mariposa. Sus ojos, normalmente fríos y distantes, ahora brillaban con una calidez que amenazaba con derretir las murallas que ella había construido cuidadosamente alrededor de su corazón.
“No hables de separación,” murmuró contra su piel. “Sé que no he sido… el mejor. Dame otra oportunidad. Te daré una fiesta de compromiso que eclipsará a la anterior. Las cosas serán diferentes. Ya no más distancia, ya no más indiferencia. ¿Me dejarías intentarlo?”
La garganta de Lydia se cerró, y un ardor sospechoso comenzó a picar tras sus ojos. Ahí estaba la cruel ironía: él lo sabía. Siempre lo había sabido. Cada momento de soledad, cada lágrima derramada en silencio, cada noche esperando una llamada que nunca llegó. Lo sabía todo, y aun así había permitido que sucediera.
“Dante, nosotros…”
“¡Señorita Monroy! ¿Se encuentra bien?” La voz alarmada de Selena cortó el aire como un
cuchillo.
Un golpe frenético resonó contra la puerta. “¡Señor presidente! ¡La señorita Monroy se ha desmayado!”
El cambio fue instantáneo. El calor de Dante desapareció tan rápido que Lydia sintió como si la hubieran empujado a una piscina de agua helada. En menos de un segundo, él ya estaba en la puerta, abriéndola de un tirón.
Inés yacía en el suelo como una muñeca de porcelana rota, su rostro tan blanco como el papel. Sin una palabra, sin una mirada atrás, Dante la levantó en sus brazos y corrió hacia el elevador.
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Lydia observó la escena con una mezcla de aturdimiento y resignación. Y entonces lo vio: el momento exacto en que Inés, segura en los brazos de Dante, abrió los ojos. La sonrisa que le dirigió estaba cargada de malicia y triunfo, un recordatorio silencioso de quién tenía realmente el poder.
He ganado. Otra vez.
Una risa amarga burbujeó en la garganta de Lydia. Desde el momento en que Selena había gritado, ella había dejado de existir para Dante. Como siempre había sido, como siempre sería. Un minuto antes le había prometido que las cosas serían diferentes, que ya no la ignoraría, y ahí estaba, corriendo hacia Inés sin siquiera una mirada de despedida.
Respiró profundamente, dejando que el aire llenara sus pulmones hasta que casi dolía.
Está bien, se dijo a sí misma. Todo está bien.
Al menos esto le había servido para confirmar que su decisión era la correcta. La dulzura en las palabras de Dante no la había cegado esta vez. Desde la fiesta de compromiso, algo fundamental se había roto dentro de ella, algo que ni siquiera sus promesas más dulces podían reparar.
Se llevó una mano al pecho, sintiendo los latidos de su corazón. El sabor amargo seguía ahí, pero ya no era el dolor agudo y desgarrador de antes. Era más bien como el regusto que queda después de tomar una medicina necesaria.
Tal vez, después de todo, finalmente había logrado lo que parecía imposible: dejar ir a Dante Márquez por completo.
Y eso, más que cualquier otra cosa, se sentía como libertad.
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