Capítulo 12
Hubo un tiempo en que Dante encontraba fascinante el don de Lydia. Sus ojos brillaban con genuina curiosidad mientras documentaba cada predicción, cada pequeña desgracia manifestada. Dedicaba horas de su valioso tiempo a estudiar los patrones, las condiciones, los límites de aquella extraña habilidad que ella poseía.
Pero todo cambió cuando Lydia comenzó a dirigir su poder contra Inés.
La primera vez que sucedió, algo se quebró en la mirada de Dante. Su fascinación se transformó en rechazo, su curiosidad en desprecio. Como si hubiera cruzado una línea invisible pero crucial, tocando una fibra tan sensible que despertó su ira. A partir de ese momento, las prohibiciones comenzaron: sutiles al principio, luego cada vez más severas, hasta que Lydia se vio obligada a reprimir su don hasta casi extinguirlo.
Ahora, parada en medio del restaurante destrozado, Lydia podía ver ese mismo destello de furia contenida en los ojos de Dante. Había venido desde tan lejos para buscarla, probablemente movido por la culpa del compromiso arruinado, solo para encontrarse con que ella estaba usando su punto más vulnerable para amenazarlo.
Una risa amarga burbujeó en su garganta. ¿Realmente esperaba que siguiera insistiendo después de esto? Después de todo, Inés siempre había sido su límite infranqueable.
La amargura se intensificó en su pecho mientras observaba la furia apenas contenida en su mirada. Incluso ahora, después de todo lo sucedido, Inés seguía siendo lo más importante para él.
Se dio la vuelta, ajustando su expresión a una de fría indiferencia. Ya había terminado con Dante; desde este momento, él e Inés no significaban nada para ella.
No alcanzó a dar dos pasos hacia la puerta cuando sintió que sus pies abandonaban el suelo. En un movimiento fluido, Dante la había levantado en brazos.
“¡Dante, ¿qué haces?! ¡Bájame!” El pánico se filtró en su voz.
La respuesta llegó en forma de una palmada firme en su trasero, acompañada de una orden cortante: “¡Quieta!”
El rostro de Lydia ardió de vergüenza mientras los comensales volteaban a mirar la escena. Era imposible no notar el atractivo magnético de Dante, después de todo, esa había sido la razón por la que se enamoró perdidamente de él a primera vista. Su presencia comandaba atención, emanaba autoridad; claramente no era un hombre común y corriente.
La llevó hasta el auto como si no pesara nada, ignorando sus protestas. Cuando intentó bajarse, la puerta ya estaba cerrada con seguro.
“¿Qué pretendes hacer?” Lo fulminó con la mirada.
Dante ni siquiera se dignó a mirarla. “Vámonos,” ordenó al conductor, y el auto arrancó
suavemente.
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Capítulo 12
La frustración se acumuló en el pecho de Lydia hasta que le costó respirar. Siempre había sido así: actuando según sus caprichos, centrado únicamente en sus deseos, sin molestarse en dar explicaciones ni resolver los problemas de raíz.
Si no fuera porque su don era incapaz de afectar a Dante, ya lo habría maldecido para que tuviera un accidente. Y él lo sabía perfectamente.
Lydia se llevó las manos a la cabeza, reprochándose haber sido tan ingenua, tan transparente en su amor. Le había revelado todas sus cartas: su don no podía afectar a las personas que amaba, a su familia. Y Dante, maldita sea, seguía entrando en esa categoría.
¿Lo seguía amando? Era difícil decirlo. Pero el simple hecho de haberlo amado una vez lo hacía
inmune a su maldición.
El silencio en el auto se volvió denso, casi tangible. Cada uno se refugió en su esquina, como boxeadores entre rounds, sin hablarse.
Los dedos de Dante, largos y elegantes tamborileaban ligeramente sobre su rodilla. Antes, en situaciones similares, Lydia ya estaría parloteando sin cesar, intentando levantarle el ánimo, buscando temas de conversación, contando chistes hasta arrancarle una sonrisa.
Pero esa Lydia ya no existía.
El auto avanzaba hacia el aeropuerto, devorando kilómetros en un viaje que duraría hora y media. Dante mantuvo su silencio sepulcral, y Lydia, en un acto de rebeldía pasiva, cerró los ojos y fingió dormir, tratando al hombre a su lado como si fuera aire.
La tensión se fue acumulando minuto a minuto, espesándose como niebla tóxica hasta que incluso Marcos, el conductor, comenzó a temblar imperceptiblemente tras el volante.
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