Capítulo 1
Puerto Azabache, 15 de enero.
En la oscura noche de invierno, caía una nieve espesa que cubría el suelo con un manto denso, transformándose en un lodazal sucio bajo el incesante tránsito de transeúntes y vehículos. A un lado del camino, un Audi azul oscuro permanecía aparcado. Aitana Silva, envuelta en un abrigo de plumas blanco como la nieve que caía, sostenía un ramo de rosas recién adquiridas mientras caminaba hacia el vehículo y marcaba el número de Rodrigo Macías. Hoy celebraban su octavo aniversario de bodas. Había concluido sus pendientes temprano, con la intención de invitar a su esposo a una cena íntima, festejando haber superado los siete años complicados y adentrándose en el octavo año de matrimonio.
La primera llamada quedó sin respuesta. Insistió dos veces más y, tras una espera prolongada, una voz distante contestó.
-¿Qué pasa?
La sonrisa en el rostro de Aitana se desvaneció ligeramente, pero aún así le recordó:
-Quedamos en cenar fuera hoy, el lugar…
-Estoy trabajando, ocupado.
Antes de que Aitana pudiera añadir algo más, la comunicación se cortó abruptamente. Con el teléfono apretado en su mano, permaneció inmóvil bajo el viento y la nieve, temblando involuntariamente al sentir el frío y una profunda tristeza que le penetraba hasta el alma. ¿Acaso Rodrigo recordaba la importancia de esta fecha? A pesar de sus constantes promesas, siempre encontraba pretextos para evitarla, sin siquiera dedicar un momento para compartir
una cena.
El agotamiento la invadió súbitamente. Aitana cerró los ojos un instante, pero con renovada determinación, llamó a su hijo Cristóbal Macías. Para disfrutar de esa inusual cena a solas con su esposo, había pedido a su suegra que cuidara al niño en la residencia familiar. Ahora que sus planes se habían frustrado, debía recoger a su pequeño.
…
En un rincón de un lujoso y extravagante restaurante, una mujer elegante y deslumbrante compartía mesa con un niño de seis o siete años. El pequeño, completamente absorto en una consola de videojuegos nueva, no advirtió la llamada entrante que parpadeaba en la mesa. La mujer observó el nombre “mamá” en la pantalla y, con un ágil movimiento, contestó y silenció el dispositivo, dejándolo boca abajo sobre la superficie.
-Cristóbal, ¿te gusta la consola que te compré? -preguntó con una sonrisa calculada.
Aitana, en la otra línea, escuchó la voz femenina y quedó momentáneamente perpleja, pero pronto un escalofrío recorrió su cuerpo. Era Guadalupe Calderón. La amiga de infancia y amor platónico de Rodrigo. ¿No se suponía que estudiaba en el extranjero? ¿Por qué había regresado y estaba con su hijo?
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…
Dentro del restaurante.
El niño finalmente apartó la vista del aparato, sonriendo ampliamente:
-Sí, me encanta. La señorita Guadalupe es lo máximo, gracias.
Guadalupe esbozó una sonrisa enigmática y preguntó:
-Qué raro, ¿en tu casa no te compran consolas?
Con el poderío económico del Grupo Macías, Rodrigo podía adquirir varias compañías de videojuegos sin dificultad, ¿cómo no iba a tener una simple consola?
Cristóbal hizo un puchero evidentemente molesto:
-No es eso. Mi papá y mis abuelos me dejan jugar lo que quiero, pero mi mamá siempre está encima de mí, diciéndome qué hacer. Es muy molesta, hasta controla cuánto tiempo juego y luego me quita la consola… Usted es la mejor.
Guadalupe revolvió el cabello de Cristóbal con estudiada ternura.
-No digas eso, tu mamá solo se preocupa de que juegues demasiado y te dañes la vista. Lo hace por tu bien. Si te escuchara hablar así, se pondría triste.
-No creo.
Cristóbal volvió a concentrarse en la consola, despreocupado.
-Mi mamá siempre está contenta. Nunca la vi enojada.
Guadalupe emitió una risa suave y contempló pensativa la comida sobre la mesa. Con gesto calculado, tomó un trozo de pollo picante y se lo ofreció al niño, quien estaba tan embelesado con el juego que había olvidado alimentarse.