Capítulo 8
La mañana siguiente llegó con una escena inusual. Al bajar las escaleras, Samuel encontró a los sirvientes empacando varias maletas. Su ceño se frunció con molestia mientras observaba el movimiento.
-¿Qué están haciendo? -su voz resonó con autoridad en el vestíbulo.
-Señor, son las pertenencias de la señorita Montoya -respondió una de las mucamas con nerviosismo-. Ayer llamó diciendo que ya no vendría más y nos pidió que alistáramos sus cosas para enviarlas.
La mirada de Samuel se detuvo en las maletas, y sin querer, la imagen de Esther invadió sus pensamientos. A esta hora, ella ya estaría en la cocina preparando el desayuno, esperándolo con esa sonrisa suya tan característica.
Como cada mañana, se apresuraría a acomodar su silla y comenzaría a platicarle sobre cualquier cosa, llenando el silencio con su voz melodiosa. Hoy, ese espacio estaba vacío, y algo dentro de él se sentía incompleto.
Al darse cuenta de que estaba pensando en ella, su voz se tornó helada.
-Terminen de empacar rápido y quiten todo eso de mi vista. ¡Me estorba! -ordenó con brusquedad.
-Sí… sí, señor -respondieron los sirvientes apresuradamente.
Samuel se dejó caer en una de las sillas del comedor. La mesa vacía le provocó un nuevo acceso de irritación.
-¿Por qué no está listo el desayuno todavía?
-Disculpe, señor–tartamudeó la nueva ama de llaves-. A esta hora siempre era la señorita Montoya quien se encargaba. La nueva cocinera aún no se adapta bien al horario…
-¡Dense prisa, tengo que ir a trabajar! -consultó su reloj con impaciencia creciente.
Momentos después, la ama de llaves colocó frente a él un plato con pan tostado, huevos fritos y salchichas. Samuel observó el desayuno con desdén.
-¿Qué se supone que es esto? -su voz destilaba desprecio.
-Des… desayuno, señor -la mujer retrocedió intimidada.
Samuel entrecerró los ojos peligrosamente.
-No como huevos fritos por un solo lado ni carne en el desayuno. ¿Para esto te pago veinte mil
al mes?
-¡Lo siento mucho! ¡No sabía…! -la mujer palideció visiblemente.
Señor, es nueva -intervino otra sirvienta-. Ahorita mismo le pido que prepare algo diferente.
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Capitulo 8
-No hace falta -Samuel se levantó con el rostro ensombrecido.
En ese momento, Montserrat emergió de su habitación. Una mirada a la mesa bastó para comprender el mal humor de su nieto.
-Esther preparaba el desayuno personalmente -comentó con intención-. Se levantaba desde las cinco para hacer esas galletas que tanto te gustaban. Siempre tenía listos al menos dieciséis platillos diferentes, todos perfectamente balanceados. Ahora que se fue, va a ser
difícil acostumbrarse.
Samuel frunció el ceño con más fuerza. ¡Ella había sido quien decidió romper el compromiso! Si quería irse, ¡que se fuera! No podía creer que después de solo tres meses de tenerla en casa, su ausencia se sintiera tan… notable.
-Abuela, me voy a trabajar.
-¡Espérate! -Montserrat to detuvo con firmeza-. No me importa lo que pienses, yo solo reconozco a Esther como mi nieta política. Ahora mismo vas a ir a la casa de los Montoya a disculparte. Y si Esther no te perdona, ¡ni te aparezcas por aquí!
-Abuela…
-¡Ve ahora mismo! -el tono de Montserrat no admitía réplicas.
Aunque Samuel no quería ceder, sabía que no tenía opción.
-Está bien masculló entre dientes.
Mientras tanto, en la residencia Montoya…
La puerta del cuarto de Esther se abrió de golpe. Saúl Montoya irrumpió hecho una furia, arrancando las cobijas de la cama y sujetando a su hermana por la muñeca.
-¡Esther! ¿Te volviste loca o qué? -bramó-. ¿Cómo se te ocurre romper el compromiso con los De la Garza? ¡Levántate y explícame!
Esther observó con disgusto la mano que la sujetaba. Aunque Saúl era su hermano, no era hijo biológico de su padre.
Cuando Olimpia se casó con su padre, Saúl ya tenía cinco años. Su padre, bondadoso como era, lo había tratado como a un hijo propio, y Olimpia, aprovechándose de esa bondad, lo había malcriado hasta el extremo.
En su vida anterior, Olimpia la había manipulado para que se casara con Samuel, todo para poder dejarle el control del Grupo Montoya a Saúl. El recuerdo le provocó una oleada de
amargura.