Capítulo 78
Esther observaba la desesperación apenas contenida de Olimpia. No era para menos: mañana vencía el último plazo de la empresa, y si Samuel no invertía, los Montoya quedarían
completamente en bancarrota.
Sin duda, Samuel también lo sabía y estaba jugando sus cartas.
-Está bien, voy para allá -accedió Esther con estudiada indiferencia.
Bianca, con profesional cortesía, le abrió paso para que subiera al auto. La expresión aduladora
de Olimpia se transformó en una sonrisa fría de desdén en cuanto Esther desapareció en el interior del vehículo.
-¿De qué te las das? Si al final acabas subiendo al auto del presidente De la Garza igual -murmuró con satisfacción apenas disimulada.
Veinte minutos después, Esther atravesaba la imponente entrada de la residencia De la Garza, guiada por Bianca. La familiaridad del lugar la golpeó como una bofetada.
En su vida pasada, había trabajado incansablemente en esa casa, mudándose allí sin el menor rastro de dignidad para atender a Samuel y Montserrat, ocupándose de sus necesidades más básicas. Todo para terminar con un destino miserable.
Cada rincón de ese lugar guardaba la memoria de alguna humillación.
Avanzó con rostro imperturbable, notando que la mesa no estaba preparada para la cena. Montserrat la recibió en la sala con una calidez calculada, invitándola a tomar asiento.
La mirada burlona de Samuel dejaba claro que había anticipado su llegada. Durante el día, Esther había estado, según él, adulando a Gabriel, y ahora por la noche venía a su casa a hacer lo mismo con la señora matriarca. Como una serpiente insaciable.
-Esther, finalmente has llegado -Montserrat esbozó una sonrisa ligera-. No tienes idea de cómo he estado estos días sin ti, no pude comer ni vestirme bien, y no solo yo, Samu también.
Samuel frunció el ceño desde el otro extremo de la sala, claramente en desacuerdo con las palabras de su abuela. Esther tampoco creía ni por un momento que Samuel hubiera estado esperando su regreso.
-Doña Montserrat, ¿me llamó hoy por alguna razón en particular? -preguntó con una sonrisa contenida.
-¿No es que Samu había estado antojado de pescado asado hace un tiempo? Ninguna de las cocineras de casa logra hacerlo a su gusto, solo piensa que tú lo haces mejor -Montserrat hizo una pausa estratégica. ¿Qué tal si… preparas la cena esta noche? Tengo que salir, y sería un buen momento para que te quedaras.
Una sonrisa fría se dibujó en el interior de Esther. Al final, todo se reducía a venir a cocinar para
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Samuel.
Tenía sentido. La Esther del pasado siempre había creído que para atrapar el corazón de un hombre, primero había que capturar su estómago. En aquellos días, la oportunidad de cocinar para Samuel le parecía una bendición.
El pescado asado requería una técnica de corte complicada, y ella nunca había cocinado antes. Conociendo lo exigente que era Samuel, había ido a aprender con un chef profesional. Sus dedos todavía guardaban las cicatrices de aquellas interminables horas de práctica.
Y todo lo que Samuel había ofrecido a cambio de su sinceridad era frialdad y burla.
-Doña Montserrat -respondió con suavidad-, debería seguir su consejo y cocinar para el presidente De la Garza, pero hoy me lastimé la mano por accidente. Temo no poder preparar bien el pescado.
-¿Te lastimaste? ¿Qué pasó? -Montserrat se inclinó para examinar su mano.
-¿Qué más podría ser? -interrumpió Samuel con tono burlón-. Seguro fue lastimándose al golpear a alguien.
-¿Golpear a alguien? -El ceño de Montserrat se frunció con preocupación.
Samuel consultó el reloj en la pared con gesto impaciente.
-Ya son las seis, señorita Montoya. Si no puede cocinar, entonces me iré anunció, girándose para marcharse.
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