Capítulo 25
-Te apuesto a que te va mal este año si te pones en mi contra.
Samuel permaneció en silencio, su mandíbula tensa por la furia contenida.
Esther se incorporó con elegancia y se dirigió hacia la puerta. Justo antes de alcanzar el pomo, se detuvo y giró levemente la cabeza.
-Ah, por cierto, presidente De la Garza -dijo con voz dulcemente venenosa-, se me olvidaba mencionar que aún no le he contado a doña Montserrat lo que me hiciste. ¿Qué crees? ¿A quién apoyará después de que hable con ella?
-¡Esther! -rugió Samuel, sus nudillos blancos de tanto apretar los puños.
-Samuel–continuó ella con calma glacial—, no haberle dicho a doña Montserrat lo que hiciste con la familia Montoya es lo más lejos que voy a llegar para mostrar mi buena fe. Deja tus jueguitos infantiles; yo, Esther, jamás me voy a arrodillar ante ti. Y créeme cuando te digo que este año definitivamente te va a ir muy mal.
-¡Tú…! -Samuel no pudo terminar la frase, ahogado por la rabia.
Esther salió del dormitorio con paso firme, cerrando la puerta tras de sí con estudiada
suavidad.
Samuel sintió una opresión asfixiante en el pecho. ¿Esta mujer no solo se atrevía a amenazarlo sino que también le deseaba mala suerte?
¿Acaso intentaba llamar su atención de esa manera tan retorcida?
“¡Qué ilusión más absurda!“, pensó con amargura.
Al caer la noche, Esther regresó a la residencia Montoya. Las luces del salón estaban
encendidas y, apenas cruzó el umbral, escuchó la risa artificial de Olimpia.
-Siéntete como en tu casa, no seas tímida -decía con falsa dulzura-. Si necesitas algo, solo pídeselo a tu tía, yo me encargo de todo.
-Gracias, tía -respondió una voz juvenil con un ligero rubor en la voz.
Cuando Esther entró, Olimpia apenas le dedicó una mirada despectiva.
-Ah, ya regresaste, señorita. ¿Dónde andabas perdiendo el tiempo esta vez?
Esther, ya inmune a la acidez de Olimpia, observó a la joven sentada en el sofá. Tendría unos veinte años, con una belleza natural realzada por sus ojos almendrados ligeramente caídos y una figura esbelta.
Lo
que
más llamó su atención fue que, aunque sus rasgos eran diferentes, su estilo de vestir era inquietantemente similar al de Anastasia.
-¿Y ella quién es? -preguntó Esther con curiosidad controlada.
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-Es tu prima -respondió Olimpia con aire casual-. Ha estado viviendo en el campo todos estos años. La traje para que pase una temporada con nosotros.
-Pauli, saluda a tu prima -ordenó Olimpia con tono meloso.
-Hola, prima -murmuró Paula Elizondo con aparente timidez.
Su tía ya le había prometido que, si se comportaba adecuadamente, podría vivir como una auténtica señorita Montoya.
Mirando el porte elegante de Esther, Paula no pudo contener un destello de envidia en sus ojos. -Ya que lo mencionas -intervino Olimpia-, quería comentarte algo. Tú estudias en el Instituto de Negocios Clinton, ¿verdad? Ayuda a tu prima a entrar también. Así podrían cuidarse mutuamente.
Olimpia lo planteó como si fuera un simple trámite. ¿Acaso no sabía que el INC era una de las escuelas privadas más prestigiosas del país? No solo por las exorbitantes colegiaturas, sino porque únicamente los estudiantes más brillantes lograban ser admitidos.
Y ahora Olimpia tenía el descaro de pedirle que usara sus influencias para meter a Paula.
Esther dejó escapar una risa gélida.
-Yo no tengo primos ni primas, señora. La próxima vez que decida traer algún supuesto pariente a la casa, sería mejor que me lo consultara antes. No me gusta tener extraños bajo mi techo.
Al escucharla, el rostro de Olimpia se contorsionó de furia.
-¡Esther! ¡Ella es tu prima! ¿Cómo que extraña? ¡Ya le prometí a Pauli que entraría al INC, y tú vas a ayudarme a cumplir esa promesa!
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