Capítulo 25
Aitana no se retractó de lo que había dicho. Siempre había considerado que Vicente era un completo desquiciado, pero tampoco deseaba enzarzarse en más discusiones con ese lunático. Este sujeto no era más que un niño mimado carente de sensatez y resultaba imposible predecir sus reacciones si algo alteraba su frágil equilibrio mental. Con personas tan perturbadas, cualquier intento de razonamiento resultaba fútil.
Dio media vuelta para marcharse, pero Vicente la sujetó del brazo con tal brutalidad que sintió como si fuera a fracturarle el hueso.
-¡Suéltame! -exigió Aitana con voz firme.
Vicente la mantuvo aprisionada, observándola desde su altura con una demencia evidente en su mirada.
-Escúchame bien, Aitana. Si te atreves a meterte entre Guadalupe y Rodrigo, ya sabes lo que te espera.
Soltó una carcajada despectiva.
-Ya conoces cómo trabajo.
No solo los conocía; al rememorar todas las humillaciones y burlas que había sufrido por su causa, un escalofrío atravesó la mirada de Aitana.
Dejó de resistirse, bajó los ojos momentáneamente y, al volver a alzarlos, una sonrisa impecable adornaba su rostro.
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-Vicente, ¿no te das cuenta de lo infantil que eres?
-La verdad, das lástima. Después de tantos años…
Aitana ladeó la cabeza, pensativa, y sonrió.
-Sí, ya deben ser más de diez años detrás de Guadalupe sin conseguir nada, y todavía te rompes la cabeza intentando juntarla con tu amiguito. Eres el ejemplo perfecto del perro faldero. No vas a ganar ningún premio al más conmovedor, pero no te preocupes, yo te lo doy. De verdad me conmueves.
El semblante de Vicente se ensombreció, a punto de explotar, pero Aitana le dio un par de palmaditas en la mejilla con expresión compasiva.
-Pero te entiendo perfectamente. No tienes nada más que ofrecer que esa carita y el dinero. No le llegas ni a los talones a Rodrigo. Guadalupe no te hace caso porque tiene buen gusto. Reconocerlo es lo único inteligente que has hecho en tu vida.
Era la primera vez que Vicente contemplaba a Aitana con semejante mordacidad en sus palabras, tan distante de su habitual serenidad. Aunque sonreía, su mirada penetraba como un puñal directo al corazón.
Por un instante, Vicente quedó paralizado, con la mente completamente en blanco.
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Aitana aprovechó para zafarse, frotándose el brazo adolorido. Aunque su humor estaba lejos de ser óptimo, su sonrisa permanecía intacta.
Era su costumbre.
Nunca había sido partidaria de exhibir sus emociones a menos que resultara necesario o beneficioso. Cuanto más intensa era su ira, más imperturbable se mostraba, con una sonrisa ligera como la brisa.
Pero con este individuo no merecía la pena enfadarse.
Estaba desquiciado.
Rápidamente, Aitana recuperó la compostura y, observando el rostro enrojecido de Vicente a punto de estallar, habló con serenidad:
-Vicente, recuerdo que tienes un hermano.
Vicente se detuvo, frunciendo el ceño mientras la miraba con frialdad.
-¿Qué quieres decir?
Aitana examinó detenidamente el rostro de Vicente, descubriendo finalmente el origen de aquella familiaridad que había experimentado esa tarde en el rancho frente al misterioso visitante.
El parecido entre ambos era notable.
Aunque sus presencias eran distintas, uno con un aura refinada y el otro más despreocupada, sus rasgos compartían evidentes similitudes.
Aitana, apasionada del arte no solo en la moda sino también en la pintura, poseía una mirada entrenada para capturar la esencia de una persona desde su estructura hasta su alma. Ahora, con la mente despejada, lo comprendió instantáneamente.
Antes de su matrimonio con Rodrigo, sabía que Vicente tenía un hermano, pero jamás lo había conocido personalmente. Solo conocía su nombre: Aarón Lavalle.
Aarón era una figura enigmática, aproximadamente tres o cuatro años mayor que Vicente. Había comenzado a viajar dentro y fuera del país desde muy joven, residiendo en el extranjero y participando escasamente en las actividades del círculo social local. Aitana desconocía su ocupación exacta, pero en el círculo era considerado un prodigio, uno de esos a los que todos los padres anhelaban como hijo.
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