Capítulo 161
La luz fluorescente del hospital parpadeaba suavemente cuando Leonor comenzó a recuperar la consciencia. Sus párpados pesados se abrieron con dificultad, mientras un gemido débil escapaba de sus labios resecos.
“Uh…” El más mínimo movimiento enviaba oleadas de dolor a través de su cuerpo magullado, cada nervio protestando contra la simple acción de existir.
“Leonor, ya despertaste.” La voz familiar de Alejandro Medina penetró la neblina de su dolor como un rayo de sol entre nubes de tormenta.
Leonor giró lentamente la cabeza hacia él, su voz apenas un susurro áspero. “¿Qué me pasó?”
Los ojos de Alejandro, normalmente duros como el acero, se habían suavizado con una compasión que reservaba exclusivamente para ella. “Tuviste un accidente.”
La memoria del accidente golpeó a Leonor como una segunda colisión: el chirrido de los neumáticos, el impacto brutal contra la barandilla, la sensación de ingravidez mientras el auto caía hacia el río. Recordaba vívidamente cómo el agua fría había invadido el habitáculo en cuestión de segundos, transformando el interior del vehículo en una trampa mortal. Su rostro, ya pálido por la pérdida de sangre, perdió el poco color que le quedaba.
“¿Fuiste tú quien me salvó?” Sus ojos buscaron los de él, buscando una confirmación que necesitaba desesperadamente.
Alejandro asintió sin palabras. No necesitaba mencionar que otros habían ayudado; en su corazón, sabía que hubiera saltado al agua sin dudarlo si nadie más lo hubiera hecho. Siempre había sido así entre ellos: un salvavidas el uno para el otro en un mar de adversidades.
Su historia compartida se remontaba a una pequeña aldea donde ambos habían crecido entre carencias y dolor. Leonor, la menos favorita de sus padres, constantemente sometida a maltratos y desprecios. Alejandro, huérfano de madre, con un padre discapacitado, un abuelo enfermo y una abuela de carácter severo. En medio de tanta oscuridad, se habían encontrado el uno al otro, convirtiéndose en el único refugio que conocían.
Pero el destino rara vez es amable con los pobres. A pesar de su terquedad y orgullo, Leonor había logrado entrar a la universidad, aunque sin medios para mantenerse. Su familia, fiel a su costumbre, le había dado la espalda. Cuando Alejandro escuchó sobre las oportunidades de trabajo en el extranjero, no dudó en partir, determinado a conseguir el dinero necesario para los estudios de Leonor.
Al principio, los envíos de dinero llegaban regularmente. Luego, cesaron abruptamente. Alejandro se desvaneció como humo en el viento, dejando tras de sí solo rumores de muerte en tierras lejanas. Lo que nadie sabía era que seguía enviando dinero fielmente cada mes, pero sus padres, en un acto final de crueldad, se lo quedaban todo.
La realidad de Alejandro en el extranjero había sido brutal. Indocumentado, sin educación formal, apenas balbuceando el idioma local, se había visto forzado a sobrevivir en los
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Capítulo 161
márgenes de la sociedad. La crisis financiera había sido el golpe final, dejándolo sin trabajo y en la calle. Fue entonces cuando encontró a su “hermano mayor” en el submundo criminal, comenzando una nueva vida marcada por cicatrices tanto físicas como emocionales.
El reencuentro, tres años atrás, había sido obra del destino. Un subordinado había robado un bolso, y siguiendo las reglas del bajo mundo, el botín debía ser inspeccionado por el “hermano mayor“. Alejandro, encargado de la tarea, había encontrado algo que le robó el aliento: una fotografía de su juventud con Leonor, el único recuerdo tangible de su amor, tomada con los últimos centavos que tenían.
La desesperación en su voz cuando interrogó al ladrón sobre su víctima había sorprendido a todos. Cuando finalmente la encontró, Leonor estaba en una comisaría, su voz temblorosa en un inglés imperfecto: “El dinero no importa, solo quiero esa foto.”
Esas palabras habían derretido años de dudas y culpa. Después de tanto tiempo, cuando él había asumido que ella habría seguido adelante, construido una nueva vida, Leonor seguía atesorando su recuerdo con la misma intensidad que él guardaba el de ella.
Ahora, en la fría habitación de hospital, sus manos se entrelazaron en un gesto que trascendía las palabras, mientras las luces de la ciudad comenzaban a encenderse fuera de la ventana, como estrellas terrestres guiando el camino a casa.