Capítulo 90
Roberto soltó la verdad sin detenerse, como quien arroja un cubo de agua helada: “El día de la fiesta de compromiso, Inés fue secuestrada. Los secuestradores exigieron intercambiarla por Lydia. Mi hermano llevó a Lydia para hacer el trueque. Por eso nunca hubo fiesta.”
La revelación cayó como una bomba en el salón. Las exclamaciones ahogadas y los murmullos de asombro crearon una ola de incredulidad que recorrió la habitación. ¿Un intercambio de rehenes? ¿Dante había aceptado entregar a su prometida?
La sociedad de Nueva Castilla, que habitualmente despreciaba a Lydia por considerarla inferior, sintió por primera vez una punzada de compasión genuina. La imagen de una novia siendo entregada como mercancía el día de su compromiso era demasiado cruel incluso para sus
estándares.
Pero la compasión duró poco. Los susurros comenzaron: “También hay que ser realistas… Dante siempre fue inalcanzable para ella. Su obstinación en perseguirlo solo podía terminar en tragedia.” La conclusión era unánime: Dante valoraba más a Inés. Lydia era prescindible, un peón en un juego de ajedrez que nunca entendió completamente.
Mientras la alta sociedad rumiaba estos chismes, Lydia finalmente abría los ojos en su habitación de hospital. Lo primero que vio fue el resplandor cegador del techo blanco. Parpadeó, confundida, hasta que la realidad la golpeó como una descarga eléctrica.
Se incorporó de golpe, el corazón martilleando en su pecho. Con dedos temblorosos, se pellizcó el brazo. “¡Ay!” Una risa histérica brotó de sus labios. “¡Jaja, duele! ¡No estoy muerta!”
El optimismo que siempre la había caracterizado brillaba incluso ahora. Aquel salto había sido una apuesta desesperada por su vida, entre la muerte segura a manos de Gustavo y la posibilidad de sobrevivir en el río, había elegido la esperanza.
La debilidad se arrastraba por sus músculos y el hambre mordisqueaba su estómago. La habitación de lujo, con sus paredes inmaculadas y equipamiento de última generación, estaba extrañamente silenciosa, Presionó el botón de llamada, y casi instantáneamente la puerta se
abrió,
La sonrisa de superviviente se congeló en su rostro al ver entrar a Dante, elegante y sombrío como siempre. Fragmentos de memoria flotaron en su mente: agua turbia, la sensación de hundirse, una figura zambulléndose tras ella… ¿Dante había saltado también?
El pensamiento la aterrorizó más que la caída misma. Era como si ni siquiera la muerte pudiera liberarla de él. Se imaginó, con horror casi cómico, haciendo fila junto a Dante en el
inframundo, esperando para reencarnar. La idea era insoportable.
Si yo hubiera muerto sola, pensó con amarga ironía, habría sido lo mejor. Después de todo, ¿quién lloraría por una huérfana sin influencias? Pero sobrevivir mientras Dante moría… ese sí habría sido un destino peor que la muerte. Manuel, el patriarca de los Márquez, no tendría
Capítulo 90
piedad, sin importar su relación con su abuelo.
La revelación la golpeó como un rayo: Dante no era su salvación, ¡era su maldición!
Dante observaba cada emoción cruzar el rostro de Lydia: indiferencia, lucha interna, miedo, pánico, terror… pero ni un destello de alegría. Depositó con cuidado una elegante caja de comida sobre la mesa auxiliar, el logo del exclusivo “Rincón Gourmet” brillaba en la tapa.
La ironía no se perdió para Lydia. Durante años había intentado que Dante la acompañara a ese restaurante, siempre recibiendo excusas de trabajo. Y ahora, postrada en una cama de
hospital, finalmente probaba su legendaria cocina.
“Come“, ordenó él con una naturalidad estudiada.
El silencio pesaba como plomo mientras Lydia comía, interrumpido solo por el suave tintineo de los cubiertos. Dante la observaba con una intensidad inquietante, como si intentara descifrar un enigma particularmente complejo. La presión en su pecho crecía con cada bocado que ella daba.
“¿Por qué saltaste?” La pregunta cortó el aire como un cuchillo.
“¡Cof, cof, cof!” Lydia se atragantó con una albóndiga, el pánico regresando como una ola.
Las manos de Dante, sorprendentemente gentiles, le dieron palmadas en la espalda. Pero su rostro permanecía impasible, una máscara de hielo que ocultaba un torbellino de emociones que ni él mismo comprendía completamente.
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