Capítulo 46
Los trucos de una esposa desesperada por recuperar a un marido infiel pueden funcionar una o dos veces. Después, la culpa y la compasión se transforman en indiferencia, como una cicatriz que ya no duele.
La peor crisis llegó cuando Dante alcanzó los 41 grados de fiebre. Si el mayordomo no lo hubiera encontrado a tiempo, quizás habría muerto, pero su vida habría quedado marcada por secuelas permanentes. Fue entonces cuando Manuel Márquez decidió intervenir, llevándose a su nieto bajo su tutela.
Dante tenía ocho años. Lo suficiente para entender, lo suficiente para recordar. Comprendía con dolorosa claridad que solo era una pieza en el juego de su madre, un instrumento para
manipular a un padre que prefería perderse en otros brazos. Ni siquiera ser hijo único bastaba para anclar a un hombre adicto a sus placeres.
Bajo la tutela de su abuelo, se transformó en el heredero perfecto, moldeado por expectativas aplastantes. Su infancia fue un desierto emocional regado con responsabilidades prematuras. No es sorprendente que se convirtiera en ese hombre frío y distante, para quien los
sentimientos eran una debilidad innecesaria.
Nunca había conocido el amor verdadero, ni como receptor ni como dador. ¿Por qué, entonces, Lydia era diferente?
Porque ella lo amaba por quien era, no por lo que representaba. El dinero ya lo tenía, el poder era incuestionable. Lo que buscaba en una esposa era devoción pura, ojos que solo lo miraran a él. No un matrimonio de conveniencia, sino uno basado en amor genuino.
Y Lydia parecía encarnar ese ideal. Orbitaba a su alrededor como un satélite fiel, anticipando sus necesidades, cuidándolo con una ternura que se desbordaba de sus ojos. Él se regodeaba en esa adoración.
Tanto lo amaba que incluso había considerado natural que lo drogara para tenerlo. Y él, en su arrogancia, lo había perdonado sin más. Después de todo, ella había sido su primera mujer, y eso solo había acelerado lo inevitable.
Jamás se le ocurrió que pudiera estar equivocado, que ella fuera inocente. ¿Para qué molestarse en entenderla? ¿Para qué esforzarse en complacerla o considerar sus
sentimientos? Lo único que necesitaba de ella era su amor incondicional.
Pero ahora, mirando esos ojos que alguna vez lo adoraron y que hoy lo enfrentaban con serena resistencia, sentía una punzada desconocida en el pecho. Sus palabras resonaban como una sentencia: “Me equivoqué de persona, lo acepto.”
Se había arrepentido. Había retirado su amor.
“Ayer no pudimos almorzar juntos,” dijo mientras subían al auto. “Vamos hoy.”
“Mhm.” La respuesta de Lydia fue apenas audible, su mente claramente en otro lugar.
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Capítulo 46
El sonido de su celular cortó el aire. El nombre “Guzmán” brillaba en la pantalla.
“Hola… Sí, voy para allá.”
Se volvió hacia Dante. “Tengo que ir a la universidad, es importante. Ve tú a comer.”
Cuando intentó abrir la puerta, la mano de Dante la detuvo. “¿Es tan importante él?”
Lydia frunció el ceño. “No seas ridículo. Es algo de la escuela. No quiero retrasar más mi graduación.”
La mención de la graduación retrasada fue como una bofetada. Dante la soltó instintivamente. El recuerdo era una herida abierta: ella había sacrificado un año académico por él, por esa puñalada que interceptó. Sin eso, ya estaría graduada, no luchando por terminar su último año. La duda se instaló en su rostro por un momento, pero Lydia no lo vio. En el instante en que sintió su mano libre, salió disparada del auto, detuvo el primer taxi que pasaba y desapareció sin una mirada atrás.
Dante observó el taxi alejarse, una sensación desconocida oprimiendo su pecho. Por primera vez en su vida, entendía lo que significaba ver a alguien partir sin la certeza de su regreso.